Háblame que no me interesa.
7.00 de la mañana, suena el
despertador. Otra vez más desilusión ante una fantasía interrumpida. La
realidad se presenta sin otra alternativa. Duda… ¿me levanto, no me levanto?
Pero el miedo al cambio es tan grande y el frío que se hace notar al poner los
pies en el suelo no es motivo suficiente para activas la ínfima llama de
valentía que dispare su conciencia.
Olor a café, tostadas calientes
que caen en el estómago y que permanecerán en su organismo durante un largo
periodo, pues la inactividad de su físico no le permite consumirlas como ya le
gustaría.
Un ritual autómata como muchos
tantos otros que realiza día tras día, pero que a diferencia de otros, le
produce una satisfacción especial. La comida es la recompensa que proviene de
su resignación a las normas, el camino trazado por otros. A su vez se convierte
en otra condena pues esos mismos que le han inducido a la resignación, ahora le
ahogan con imágenes de belleza, belleza a la que renuncia y a la que acude
gratuitamente por las noches en su inconsciente; o en algún bar de carretera
donde experimenta de un modo efímero lo que otros disfrutan de un modo mucho
más egoísta aún.
En el camino a su pequeño
infierno aprieta el acelerador sintiendo por momentos el tiempo en el que
conducir era sinónimo de libertad y poder. El automóvil que le precede sin
embargo ilumina constantemente las luces rojas, recordándole que debería haber
salido antes de casa. El atasco produce un chirrío en sus dientes, pues sufre
por el estrés producido por la necesidad de llegar a un sitio que simplemente
detesta.
AL llegar, y mirando constantemente esa diabólica cuerda atada a su mano (que le regaló un desgraciado que desconocía la condena que le estaba cediendo), se apresura en el camino yendo con es rapidez nefasta que su pequeño cuerpo amorfo le permite, acompañada del sonido de una respiración casi asmática.
Lleva 20 años dando clases y
apenas se atreve a saludar a personas por el pasillo, con la mirada cabizbaja
llega a su destino dando un último suspiro antes de entrar en ella.
Dentro, la imagen es
prácticamente la misma a la que ha observado durante años, aunque las caras sean distintas. Intenta hacerse notar
aunque su profunda timidez le impide marcar un inicio y un final. Su tono
monótono unido a la suavidad de sus movimientos, su mirada apagada y el
murmullo constante de fondo, hacen de su clase una raya invisible en el agua,
una línea temblorosa y tenue que desaparecerá de las mentes de los oyentes que
poco respeto le otorgan. Pero claro, qué
respeto esperar de unas personas que no se respetan ni a sí mismas.
Sólo basta una mirada global en
cualquier instante para comprender la tristeza de la situación.
Me gustaría contar cuántas
miradas se dirigen hacia su persona y en concreto cuántas de ellos lo hacen con
interés apartando aquellas de compasión entre las que me encuentro.
Le observo, le oigo, pero no le
escucho pues sus ecuaciones matemáticas dejaron de hacer efecto en mi mente que
se alejó de ellas dos años atrás.
Con cierta frecuencia me observa,
ya no sabe discernir las miradas que le buscan de las que le observan.
Espero ansiosamente un cambio en
su conducta, un brote bipolar o alguna incoherencia que me demuestre que está
vivo, pero se enterró hace tiempo y en su epitafio escribió:
‘ignórame que ya no me importa’.
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