domingo, 21 de julio de 2013

Reflexiones sobre un profesor olvidado

Háblame que no me interesa.

7.00 de la mañana, suena el despertador. Otra vez más desilusión ante una fantasía interrumpida. La realidad se presenta sin otra alternativa. Duda… ¿me levanto, no me levanto? Pero el miedo al cambio es tan grande y el frío que se hace notar al poner los pies en el suelo no es motivo suficiente para activas la ínfima llama de valentía que dispare su conciencia.
Olor a café, tostadas calientes que caen en el estómago y que permanecerán en su organismo durante un largo periodo, pues la inactividad de su físico no le permite consumirlas como ya le gustaría.
Un ritual autómata como muchos tantos otros que realiza día tras día, pero que a diferencia de otros, le produce una satisfacción especial. La comida es la recompensa que proviene de su resignación a las normas, el camino trazado por otros. A su vez se convierte en otra condena pues esos mismos que le han inducido a la resignación, ahora le ahogan con imágenes de belleza, belleza a la que renuncia y a la que acude gratuitamente por las noches en su inconsciente; o en algún bar de carretera donde experimenta de un modo efímero lo que otros disfrutan de un modo mucho más egoísta aún.


En el camino a su pequeño infierno aprieta el acelerador sintiendo por momentos el tiempo en el que conducir era sinónimo de libertad y poder. El automóvil que le precede sin embargo ilumina constantemente las luces rojas, recordándole que debería haber salido antes de casa. El atasco produce un chirrío en sus dientes, pues sufre por el estrés producido por la necesidad de llegar a un sitio que simplemente detesta.
AL llegar, y mirando constantemente esa diabólica cuerda atada a su mano (que le regaló un desgraciado que desconocía la condena que le estaba cediendo), se apresura en el camino yendo con es rapidez nefasta que su pequeño cuerpo amorfo le permite, acompañada del sonido de una respiración casi asmática.
Lleva 20 años dando clases y apenas se atreve a saludar a personas por el pasillo, con la mirada cabizbaja llega a su destino dando un último suspiro antes de entrar en ella.
Dentro, la imagen es prácticamente la misma a la que ha observado durante años, aunque las  caras sean distintas. Intenta hacerse notar aunque su profunda timidez le impide marcar un inicio y un final. Su tono monótono unido a la suavidad de sus movimientos, su mirada apagada y el murmullo constante de fondo, hacen de su clase una raya invisible en el agua, una línea temblorosa y tenue que desaparecerá de las mentes de los oyentes que poco respeto le otorgan.  Pero claro, qué respeto esperar de unas personas que no se respetan ni a sí mismas.
Sólo basta una mirada global en cualquier instante para comprender la tristeza de la situación.
Me gustaría contar cuántas miradas se dirigen hacia su persona y en concreto cuántas de ellos lo hacen con interés apartando aquellas de compasión entre las que me encuentro.
Le observo, le oigo, pero no le escucho pues sus ecuaciones matemáticas dejaron de hacer efecto en mi mente que se alejó de ellas dos años atrás.
Con cierta frecuencia me observa, ya no sabe discernir las miradas que le buscan de las que le observan.
Espero ansiosamente un cambio en su conducta, un brote bipolar o alguna incoherencia que me demuestre que está vivo, pero se enterró hace tiempo y en su epitafio escribió: 
‘ignórame que ya no me importa’.


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